“La tarde en que descendía de mi montaña por la vertiente donde ya no conocía  a nadie, como un hombre enterrado por ángeles mudos, me llegó el consuelo de  envejecer. Y de ser un árbol cargado de sus ramas, endurecido por nudos y  arrugas, y como embalsamado por el tiempo en el pergamino de mis dedos, y  tan difícil de herir como si ya me hubiera transformado en mí mismo.” de Saint-Exúpery, en “Ciudadela” .

Hoy vamos a empezar andando un poco por las ramas: se dice que, con el fin de preservar la embarcación de treinta remos en la que Teseo regresó salvo a Atenas, se  fueron sustituyendo las maderas que el tiempo deterioraba; durante tanto tiempo fue  conservada la nave, y tantas fueron las renovaciones que fue menester realizar, que  acabó por estar enteramente constituida por madera nueva, dando lugar a una  interesante paradoja: ¿seguía ésta siendo la barcaza de Teseo?  

Las cuadernas del C también se van renovando tablón a tablón y clavo a clavo, y se  incorporan cada año jugadores nuevos con la noble aspiración de llegar a ser, otra vez algunos y otros por vez primera, dignos jugadores de rugby. El ser jugador del C nos  convierte en miembros de importancia del Alcobendas, y dentro de esta categoría  egregia existe un estatus que nos otorga el mayor prestigio y consideración: lograr la  condición Caballero del C, que es como ser la madera más noble del buque de rugby  más grande de España. Y sí, seguimos siendo el mismo buque. 

Uno de los nuevos tablones que se ha incorporado, y que ha merecido hoy alcanzar la  dignidad de Caballero del C, es Luis Menéndez. Asturiano de pro, ingeniero de minas,  viajero por todos los continentes en pos de mejor aplicar la ciencia de su especialidad,  Luis recabó en el club de la mano de su hijo menor, a quien tuvo el buen criterio de  inscribir en nuestra escuela apenas tuvo cierta estabilidad en Madrid. Seguramente fue  Tarzán, impenitente propagandista de este club de caballeros, quien lo tentó a  desempolvar las botas, que tenía amojamadas desde su época del Liceo. Probó un buen  miércoles, y desde entonces se convirtió en uno de los nuestros: primero, cuando le  tocaba hacer puerto en Madrid; y ahora que sus labores le permiten estar entre nosotros, como uno de los indispensables en todos los barros.  

Luis es más bien pequeño y recio como el tocón de una encina. Le caracteriza una  sonrisa conforme que lleva siempre prendida en medio de un cabezón de apóstol, de  pelo y barba como puestos de pega, lo que ha llevado a que algunos le llamemos  Apóstol (o Apostolín, para más señas de su terruño).  

Como ejemplo de su generoso arrojo, contamos este, que no fue la primera ni la mayor de sus muestras de valentía: el colofón de la temporada pasada fue el evento que  organizó en su casa, invitándonos a todos, incluidos niños y guardianas. La celebración 

consistió en una fiesta piscinera llena de memorables momentos y olvidables imágenes,  ocasión que pasará ya a la historia como una de las más grandes convenciones de  hipopótamos que se recuerda, con el no repetible espectáculo de nuestros cuerpos  serranos cubiertos sólo por bañadores de a carpa de circo por muslo. Luis se atrevió a  convocarnos, y comprobamos que no lo hizo por inconsciencia, sino con la jactancia de  quien sabe que sólo los grandes peligros propician las grandes ocasiones. ¡Qué no puede  hacer una actitud como esa en un campo de rugby! 

El partido del domingo fue el primero de la temporada. Recibíamos a un Sanse con el  que nos unen lazos fraternos, además de la proximidad municipal. La génesis del Sanse  se fraguó en el Alcobendas, ya que fue un abundante grupo de compañeros nuestros  quienes, hace doce o catorce años, decidieron lanzarse a la aventura de fundar un club  nuevo, más acorde a sus humos, basado en una forma particular de vivir el rugby.  Celebramos ahora que de aquel vástago haya arraigado un club notable y con gran  futuro, del que merece destacar sobre todo una sólida escuela y un equipo femenino de  máximo nivel, que son las apuestas más difíciles de consolidar en nuestros pagos.  

Nuestro rival de hoy era su equipo B, cuajado de veteranos y con unos cuantos de los  pioneros del Sanse que allende los tiempos sudaron nuestra camiseta. Ambos clubes  hemos tenido la sabiduría, muy propia del rugby, de convertir nuestra vecindad y  nuestras raíces en razones para la proximidad y la simpatía mutua, en lugar de dejar  que esos mismos vínculos dieran lugar a fobias, comparaciones feas y derbis ásperos,  como es tan frecuente que ocurra. 

Las condiciones para el partido de hoy eran óptimas. Celebrado en el campo del  polideportivo José Caballero, la hierba natural estaba que daban ganas de sentarse a  pacer, cosa que sólo ocurre al principio de la temporada: que el campo tenga verde y  que nosotros podamos agacharnos.  

Parecía que íbamos a jugar en un pradín asturiano: cielo nublado, casi sin viento,  temperatura que ni tirantes ni chaquetina.  

Sin embargo, al principio las vimos más grises de lo que creíamos. La cultura tabernaria de la canalla del equipo nos hace propensos a comenzar sin más calor que el que nos  reste del habernos calentado la noche anterior, y eso casi siempre lo pagamos: no  habían transcurrido tres minutos y los del Sanse ya habían ensayado. Y con el cabreo de  encajar tan pronto y tan fácil un ensayo nos encontramos con otro antes del minuto  diez.  

La cosa tenía mala pinta. Ellos eran más jóvenes que nosotros y tenían más reservas en  el banquillo, así que si en el primer tiempo se nos iban por mucho en el segundo podía  ser una hecatombe. Nos estaba fallando lo que más nos falla últimamente: el pacaje. Sus  ataques venían bien liados, pero sobre todo hacían fortaleza de la blandura de nuestros  hombros. Antes del minuto quince ya habíamos encajado el tercer ensayo. La cosa  empezaba a ser no solo cabreante, sino también algo mucho peor: empezaba a ser  aburrida. 

Derivamos el juego hacia la delantera, y ahí la cosa estaba más controlada: éramos más  fuertes y empezábamos a estar con la leche más avinagrada que ellos. En una hermosa  sucesión de ataques cortos, cabezazo a cabezazo, logramos un ensayo de gran mérito y 

de la forma más hermosa: ensayó uno de nuestros pilares, el inefable David Cores, que  iba a tener un papel determinante en el partido. 

Siempre es un placer ver a uno de los gordos marcar, pero la alegría nos duró un  minuto, no más, antes de que se repitiera el patrón fatal: su línea de tres cuartos, fuerte y  bien coordinada, aprovechaba un error nuestro, con frecuencia por mal uso del pie, y se  iban en velocidad. Cuatro ensayos a uno en el primer cuarto de partido es demasiado  castigo.  

La primera jugada clave de la batalla llegó entonces: el mejor de los suyos, Christian, un  centro formado en nuestro club y con una trayectoria de alto nivel incluso en la liga  francesa, arrancó con toda la fuerza en mitad del campo. Con varios metros de carrera,  arremetió contra nuestro mejor placador, el rocoso Belloto, un borrico que ha segado  carreras de todos los niveles desde los orígenes de nuestro club. Pocas veces, si es que ha  habido alguna, habíamos visto a nuestro bastión fallar un placaje, pero la arremetida del  sansebrino fue tan bestial que Belloto rodó de espaldas sin lograr detenerle. ¿Era el  acabose? ¿Íbamos a quedarnos ya el resto del partido viéndolos posar el balón en  nuestra marca una vez tras otra? No, ni hablar; no si el orgullo herido nos despertaba, y  esto ocurrió de inmediato: tan pronto como cayó sin el fardo de su presa, Belloto se  levantó de un salto y, transmutado en un engendro demediado entre felino y porcino,  logró placar al bestial atacante en un movimiento imposible.  

A pesar de la reacción sobrehumana, el haber visto rodar a Belloto se nos había  quedado en las retinas como un augurio del mal pasar que nos quedaba. Así que lo que  fue determinante fue la segunda gran acción defensiva del partido: ya cerca del final de  la primera parte, el más rápido de los suyos se escapó con un balón perdido desde  medio campo. Toda nuestra línea estaba batida y disponía de una carrera fácil hasta la  marca, pero con una salvedad: un asturiano aguardaba al fondo, apostado como Pelayo  en Covadonga.  

Para entonces, Luis había tenido ya varias brillantes intervenciones en defensa. Como  resultado de ellas se había llevado un pisotón en la mano derecha, quedándole hinchada  y cárdena como un odre viejo. Con éstas y sabiendo que a los centros del Sanse no los  paraba a la primera ni Belloto, veíamos el duelo bastante difícil: el atacante con quince  metros de carrera y el Apostolín sereno, más pequeño de repente, parecía esperarle sin  prisa. Pero el asturiano se iba moviendo sutilmente, marcándole la huida al podenco hacia donde quería tenerle, y cuando llegó a su altura se agachó como si hubiera  decidido pacer a gusto, y de la agachada arrancó un placaje que acerrojó al galopín en  seco, sin cederle un centímetro más. 

No fue sólo un placaje: fue el gesto de gallardía que nos hacía falta para recordarnos que  podíamos divertirnos y, lo que es mejor, que podíamos divertirnos ganando. Acabó el  primer tiempo con el mal balance de cinco ensayos a dos. Pero desde ese momento la  actitud del equipo entero cambió y ya no volvieron a ensayarnos más. 

En el segundo tiempo marcamos tres ensayos, con un dominio de delantera excelente.  Se despertó la artillería pesada liderada por un Mariano que acallaba todas las  dificultades con una sola voz: ¡a la melé! 

El dominio de la melé fue total por nuestra parte, y cabe destacar el papel en ella de David Cores: más que el importantísimo ensayo que logró en la primera parte, su 

mayor aportación al equipo estuvo en su trabajo en esta fase del juego. Esta mala bestia,  con menos técnica que un almirez, aguantó todas las melés del partido empujando a  puro huevo, batiendo a pilieres que le venían mal por ser canijos a su lado, y los batió  uno tras otro a puro pundonor. Se coloca peor que un sacristán, pero empuja más que  nadie, a base de ser bruto y a pesar de que tiene los pies mas rotos que la vajilla de un  bailaor. Es, por derecho propio, y quienes lo conozcan entenderán bien el retruécano,  nuestro gigante con pies de guarro.  

Perdimos, al final. Pero sólo por un ensayo abajo. Y estuvimos a punto de volver a  ensayar en dos ocasiones en las que golpeamos su zona de marca con el ariete de  nuestra melé tantas veces que ya no querían ni vernos. A los delanteros ninguna victoria  nos puede hacer más felices que la que se logra a golpe de melé. Y ninguna derrota es  completa si las melés han sido ganadoras, como lo fueron hoy. 

El partido, en suma, se ve bien retratado por estos cuatro nombres: por una parte, Belloto y Mariano, los incunables del club, que formaron las primeras alineaciones del  Alcobendas; y por otra, Cores y Luis, las incorporaciones recientes que traen madera  nueva al buque del C. 

¿Cómo conseguimos que el club, con madera renovada, siga siendo el mismo buque? A  diferencia de la leyenda de la barca de Teseo, en el C no sustituimos los tablones  desgastados: nos limitamos a ir añadiendo madera nueva, sin descartar la antigua. Y sí,  seguimos siendo el mismo barco. 

A quien tenga la tentación de pensar que la acumulación de leña vieja va en detrimento  de la flotación, les diremos esto: que la madera añadida no pesa, ni la madera antigua  estorba. De esta manera, por mucho que nos arremetan, por muchas pruebas que  tengamos que pasar, vamos haciendo con cada astilla un bloque cada vez más sólido,  que con el tiempo se hace duro e indestructible como una montaña, luego grande e  inabarcable como una cordillera, y el C y el club seguirán creciendo, y las maderas se  acumularán en estratos sólidos que irán formando mesetas o continentes. Pero  seguiremos siendo el mismo barco. 

A quienes aún les preocupe la flotación, les decimos: también los continentes flotan. ¡Viva el rugby! ¡Viva el Alcobendas!

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